viernes, 13 de abril de 2007

¡QUE DURO ES SER TURISTA!



Estas pascuas y durante ocho días, he sido turista.

Por circunstancias de la vida, mi chico y yo nos vimos embarcados en uno de esos viajes organizados, que con gran profusión de colores y ruidos de trompetería, anuncian las agencias. La verdad es que, inocente de mí, me ilusionó la idea. Ocho días de relax, viendo cosas nuevas, conociendo culturas diferentes y la experiencia de convivir con otras personas en situaciones distintas, me resulto muy atractiva.

La sorpresa me la llevé en la misma agencia. El atildado y guapo joven que nos atendió, prototipo del comercial dinámico y agresivo, nos hizo caer del guindo en el que nos habíamos subido al leer los magníficos y descriptivos catálogos que, previamente nos había proporcionado.

Del precio colocado en primera plana, nada de nada. Después de misteriosos cálculos, sumas de fechas e inflación del precio del petróleo (la culpa siempre la tiene el petróleo) el precio final aparece mágicamente aumentado en un 30%. No importa, todo sea por viajar.

Desde el mismo momento que conocí la fecha de salida, no dejó de pasar por mi mente el fantasma del avión. Si la naturaleza no nos ha dado plumas, por qué nos empeñamos en torcerla. Le tengo pánico a los aviones.

Llegó el gran día. Tras dos noches sin dormir y una buena dosis de Tanagel, nos dispusimos a embarcar en semejante artilugio. Aquello era enorme.

.- Esto es imposible que pueda mantenerse en el aire, pensaba yo. Con lo blanditas que son las nubes.

Nos recibieron dos sonrientes señoritas que, amablemente, nos invitaron a pasar. Esa actitud me tranquilizó un tanto, pues parecía que regalaban tranquilidad. Vana pretensión. Nada mas sentarnos y en una jerga incomprensible, nos hacen ver lo que nos espera.

Al horrible monstruo le van a caer todos los males del Averno. Se le van a abrir boquetes por todas partes y por tanto, debemos ir atados y bien atados a unos horribles asientos en donde a duras penas puedo hacer descansar mis honorables posaderas. Cuando por culpa de no se qué lluvia de meteoritos nos hayamos convertido en un queso de Gruyere, vamos a sentir como si un sátiro nos estrangulase y poco a poco notaremos como la vida se nos escapa. No hay que preocuparse. Por arte de birli birloque, aparecerán unas mascarillas que nos insuflarán el oxígeno salvador y nos mantendrán con la lucidez suficiente como para darnos cuenta del formidable batacazo que nos vamos a dar. Tampoco hay que preocuparse. Nos indican que es mejor taparse la cara con una almohada para no ver nada. Y que sea lo que Dios quiera.

Comienza el vuelo y, milagrosamente, aquello se eleva. Es más: ¡Se eleva y se mantiene! Una vez más la naturaleza me sorprende. La naturaleza y aquellas amables señoritas que, acarreando un armarito con ruedas, reparten una misteriosa cajita y un vaso, de plástico, con un líquido color butano. Mi vecino de asiento, con el que ya me he peleado cinco veces por el reposabrazos, con aire experto me aclara que es la comida. Levanto la tapa con fruicción (desde hace dos noches no he probado bocado) y me encuentro con unos paquetitos envueltos en plástico que aparentemente se asemejan a alimentos. Efectivamente, cuando lo pruebo, mis sospechas se confirman. Aquello es una purga que con la mejor de mis sonrisas se lo devuelvo a la azafata.

Pasadas unas horas y después de tomar tierra (afortunadamente solo es una forma de hablar) previo pago de la entrada para pasearse por el país, nos van dejando en los hoteles como si fuésemos maletas. A dos camaradas, a estas alturas ya nos consideramos camaradas, se las han perdido y su desolación es total. Se encuentran como vacíos y a los demás nos parece como si hubiesen perdido a un ser querido. Nos sentimos solidarios y les ofrecemos no solo nuestro apoyo moral si no incluso nuestras más preciadas prendas.
Una vez instalados en la habitación, comprobamos las excelencias de la misma. El aire acondicionado no va, la nevera está vacía y el grifo del agua caliente se atasca cada vez que intentas abrirlo.
En el primer sueño, suena furioso el timbre del teléfono y una voz cálida me dice que debo levantarme. Incrédula, miro el reloj y veo la hora. ¡¡Son las cinco y media de la mañana!! Nos espera una excursión para ver unos parajes únicos en el mundo. Después de tres horas y media de autobús y cincuenta minutos por veredas de cabras, llegamos a un lugar abarrotado de gente, en donde para ver cuevas y piedras tenemos que esperar turno. La Naturaleza con ticket de entrada. Literal. Comemos un pic-nic (lo de comer es un eufemismo) y nos trasladan a ver la artesanía local. Un ejército de personas nos rodean y pretenden que compremos el país entero y parte de china, pues con gran sorpresa descubrimos que la mayoría de la auténtica artesanía local está hecha en el lejano oriente.
Pensé que éste primer día se trataba de una excepción y el transcurso de los siguientes sería plácido y relajado. Vano intento. El frenético ritmo de los siguientes fue "in crescendo" hasta llegar a una especie de oposición para ingresar en los marines americanos. Pese al intento de los guías de aniquilarnos a base de madrugones, ventas artesanales vespertinas y demostraciones folclóricas nocturnas, no pudieron con nosotros.
A estas alturas de viaje estábamos todos clasificados. El aprendiz de animador que por cualquier método, lícito o ilícito, intenta colocarte el chiste patoso que nunca sabe como acaba. La "destripacompras", que siempre te enseña el objeto inútil que has comprado para regalar a nadie, a mitad de precio que tu has pagado por él. El listillo que dice llevar viajando toda la vida y pretende llevar al grupo al mejor restaurante de la ciudad de turno. La "todoestamal", que nada está a su gusto y que como en España ni hablar. En fin, toda una fauna encerrada en un universo tan pequeño como es un autobús de cincuenta plazas.
Si esta actividad frenética no pudo con nosotros, otro negociado fue el de la comida. Tras una decena de almuerzos y cenas mi cuerpo serrano dijo basta. La efectividad purgante se presentó con todo su poderío y yo pensé que no solo iba a dejar recuerdo escatológico, si no que mis maltrecho huesos descansarían por siempre en tierra de infieles. Por ser malantía vergonzante la llevaba con discreción, pero al sincerarme con una compañera, descubrí con gran consuelo que era la víctima número veintitrés. El turco no pudo con nosotras, vengándose en cambio con su comida.
Ya casi al extremo de nuestras fuerzas, nos llegó la buena nueva del regreso. Había perdido la esperanza de la vuelta al hogar, cuando nos avisaron que nuestro próximo destino era el aeropuerto. No me importó el último esfuerzo que supuso el acarreo, una vez más, de nuestras maletas. La meta estaba cercana y solo soñaba con el reparador descanso del regreso al trabajo. La cara de todos nosotros reflejaba la felicidad del fin de la aventura. De todos no. Dos compañeros seguían llorando la pérdida de sus maletas, vestidos como para el carnaval y preguntándose por qué a ellos.
Dura vida la del turista